La noche que nació Altinai, allí en la yurta, en mitad de la estepa, los que esperaban al parto, pudieron presenciar grandes presagios en el cielo, el Dios Tengri estaba contento. Las estrellas fugaces se pudieron contar por miles.. Por su parte, Otugen, la tierra madre también estaba feliz. El viento arrastraba más aromas de los habituales y las aves nocturnas entonaron cantos que nunca antes fueron capaz de crear. Todos se dieron cuenta de eso y supieron que Altinai, la princesa, la hija del caudillo tenía algo especial.
Con el paso de los años, la inteligencia y la belleza de Altinai iba en aumento, tanto que en todas las tribus de la estepa era comentada. Causaba la admiración de todos y el amor de los jóvenes, de uno de los cuales se enamoró perdidamente Altinai. Era Khanbar, hijo de Erkin, un joven de su propia tribu, en el que se fijo una tarde cuando los hombres volvían de una partida de caza. Él se dio cuenta y sin apenas quererlo también se enamoró perdidamente de ella. Comenzó una historia feliz, una pareja que parecían hechos el uno para el otro. Tanto es así que una tarde, siguiendo todo el ritual, la comitiva de la familia de Khanbar pidió la mano de Altinai a su padre y la confirmación se vio seguida de una semana de fiestas que llenaron de alegría y hogueras la estepa.
Sin embargo, los espíritus de la naturaleza son caprichosos y no siempre están libres de los sentimientos humanos. El espíritu de la tormenta, encarnado en un terrible mago de una de las tribus vecinas, Aizhán, también se enamoró de Altinai y comenzó a odiar a Khanbar.
Llegó la hora de la boda que se festejó por todo lo alto como correspondía a una princesa. Las celebraciones duraron varios días y varias noches y al final, según la tradición, la última noche, la que coincidía con la luna llena, se montó la yurta del desposorio en un lugar alejado de la tribu, al lado del arroyo, donde por fín Altinai se entregaría a su esposo Khanbar. Cuenta la leyenda que cuando se fundieron uno en brazos del otro, Aizhán, el mago, ciego por los celos, enfureció y maldijo la unión transformando a cada uno de los esposos en una montaña al lado del arroyo, de manera que estuvieran viéndose toda la eternidad pero nunca más pudieran tocarse. El dolor de los amantes era tan intenso que Otugen, la madre tierra apiadada, puso una duna de arena entre ambos montes, para que pudiera ir y venir de uno a otro para llevarse sus mensajes de amor y sirviera de unión eterna entre ambos.
Cuentan como se puede escuchar en la duna los gritos sordos de los amantes condenados a vivir eternamente separados.
Esta leyenda, con algunos cambios añadidos para darle conexión al hilo de la historia y con nombres que sólo coinciden en el Tengri y Otugen, es la que la tradición kazaja da como explicación a un extraño fenómeno que se produce en las estepas kazajas y que se repite en varias partes más del mundo. Ya Marco Polo, en un libro de sus viajes, hablaba de esta duna, de la “Duna que canta”. Es una duna de arena, de unos trescientos metros de altura y más de mil de largo, donde, los días de muy baja o nula humedad, al correr la arena sobre su pendiente, produce una enorme cantidad de electricidad estática y emite un sonido sordo como la sirena de un barco, que se puede escuchar a kilómetros.
Fuimos a visitarla, y al deslizarnos por la pendiente, aparece un sonido algo metálico, como si estuviera hueca, es impresionante. Lo extraño es que en esos lugares del mundo donde se repite el fenómeno existe un desierto, pero no así en Kazajstán. Aquí, es una sola duna, encima de la estepa, entre dos montes separados por un arroyo, al lado del río Ili (serpiente) y no hay ni un grano de arena más. Es una leyenda que nos han contado habitantes de las estepas, siguiendo la tradicional transmisión oral de las historias que forman parte del alma de los nómadas.
¿Será verdad la leyenda?